Del Cuento Breve y sus Alrededores
Del cuento breve y sus alrededores
Julio Cortázar
Julio Cortázar
Alguna vez Horacio Quiroga intentó un “Decálogo del perfecto cuentista”, cuyo mero título vale ya como una guiñada de ojo al lector. Si nueve
de los preceptos son considerablemente prescindibles, el último me parece de
una lucidez impecable: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que
para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido
uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”.
La noción de pequeño ambiente da su sentido más
hondo al consejo, al definir la forma cerrada del cuento, lo que ya en otra
ocasión he llamado su esfericidad; pero a esa noción se suma otra igualmente
significativa, la de que el narrador pudo haber sido uno de los personajes,
es decir que la situación narrativa en sí debe nacer y darse dentro de la
esfera, trabajando del interior hacia el exterior, sin que los límites del
relato se vean trazados como quien modela una esfera de arcilla. Dicho de
otro modo, el sentimiento de la esfera debe preexistir de alguna manera al
acto de escribir el cuento, como si el narrador, sometido por la forma que
asume, se moviera implícitamente en ella y la llevara a su extrema tensión,
lo que hace precisamente la perfección de la forma esférica.
Estoy hablando del cuento contemporáneo, digamos
el que nace con Edgar Allan Poe, y que se propone como una máquina infalible
destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios;
precisamente, la diferencia entre el cuento y lo que los franceses llaman nouvelle
y los anglosajones long short story se basa en esa implacable carrera
contra el reloj que es un cuento plenamente logrado: basta pensar en “The
Cask of Amontillado” “Bliss”, “Las ruinas circulares” y “The Killers”. Esto
no quiere decir que cuentos más extensos no puedan ser igualmente perfectos,
pero me parece obvio que las narraciones arquetípicas de los últimos cien
años han nacido de una despiadada eliminación de todos los elementos
privativos de la nouvelle y de la novela, los exordios, circunloquios,
desarrollos y demás recursos narrativos; si un cuento largo de Henry James o
de D. H. Lawrence puede ser considerado tan genial como aquéllos, preciso
será convenir en que estos autores trabajaron con una apertura temática y
lingüística que de alguna manera facilitaba su labor, mientras que lo siempre
asombroso de los cuentos contra el reloj está en que potencian
vertiginosamente un mínimo de elementos, probando que ciertas situaciones o
terrenos narrativos privilegiados pueden traducirse en un relato de
proyecciones tan vastas como la más elaborada de las nouvelles.
Lo que sigue se basa parcialmente en experiencias
personales cuya descripción mostrará quizá, digamos desde el exterior de la
esfera, algunas de las constantes que gravitan en un cuento de este tipo.
Vuelvo al hermano Quiroga para recordar que dice: “Cuenta como si el relato
no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de
los que pudiste ser uno”. La noción de ser uno de los personajes se
traduce por lo general en el relato en primera persona, que nos sitúa de
rondón en un plano interno. Hace muchos años, en Buenos Aires, Ana María
Barrenechea me reprochó amistosamente un exceso en el uso de la primera
persona, creo que con referencia a los relatos de “Las armas secretas”,
aunque quizá se trataba de los de “Final del juego”. Cuando le señalé que
había varios en tercera persona, insistió en que no era así y tuve que
probárselo libro en mano. Llegamos a la hipótesis de que quizá la tercera
actuaba como una primera persona disfrazada, y que por eso la memoria tendía
a homogeneizar monótonamente la serie de relatos del libro.
En ese momento, o más tarde, encontré una suerte
de explicación por la vía contraria, sabiendo que cuando escribo un cuento
busco instintivamente que sea de alguna manera ajeno a mí en tanto demiurgo,
que eche a vivir con una vida independiente, y que el lector tenga o pueda
tener la sensación de que en cierto modo está leyendo algo que ha nacido por
sí mismo, en sí mismo y hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero
jamás la presencia manifiesta del demiurgo. Recordé que siempre me han
irritado los relatos donde los personajes tienen que quedarse como al margen
mientras el narrador explica por su cuenta (aunque esa cuenta sea la mera
explicación y no suponga interferencia demiúrgica) detalles o pasos de una
situación a otra. El signo de un gran cuento me lo da eso que podríamos
llamar su autarquía, el hecho de que el relato se ha desprendido del autor
como una pompa de jabón de la pipa de yeso. Aunque parezca paradójico, la
narración en primera persona constituye la más fácil y quizá mejor solución
del problema, porque narración y acción son ahí una y la misma cosa. Incluso
cuando se habla de terceros, quien lo hace es parte de la acción, está en la
burbuja y no en la pipa. Quizá por eso, en mis relatos en tercera persona, he
procurado casi siempre no salirme de una narración strictu senso, sin
esas tomas de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando.
Me parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que con el
cuento en sí.
Esto lleva necesariamente a la cuestión de la
técnica narrativa, entendiendo por esto el especial enlace en que se sitúan
el narrador y lo narrado. Personalmente ese enlace se me ha dado siempre como
una polarización, es decir que si existe el obvio puente de un lenguaje yendo
de una voluntad de expresión a la expresión misma, a la vez ese puente me
separa, como escritor, del cuento como cosa escrita, al punto que el relato
queda siempre, con la última palabra, en la orilla opuesta. Un verso
admirable de Pablo Neruda: Mis criaturas nacen de un largo rechazo, me
parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna
manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición
que paradójicamente les da existencia universal a la vez que las sitúa en el
otro extremo del puente, donde ya no está el narrador que ha soltado la
burbuja de su pipa de yeso. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve
plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos
neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación
y el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en
cualquier cuento breve memorable se percibe esa polarización, como si el
autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de la manera más
absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo:
escribiéndola.
Este rasgo común no se lograría sin las
condiciones y la atmósfera que acompañan el exorcismo. Pretender liberarse de
criaturas obsesionantes a base de mera técnica narrativa puede quizá dar un
cuento, pero al faltar la polarización esencial, el rechazo catártico, el
resultado literario será precisamente eso, literario; al cuento le faltará la
atmósfera que ningún análisis estilístico lograría explicar, el aura que
pervive en el relato y poseerá al lector como había poseído, en el otro
extremo del puente, al autor. Un cuentista eficaz puede escribir relatos
literariamente válidos, pero si alguna vez ha pasado por la experiencia de
librarse de un cuento como quien se quita de encima una alimaña, sabrá de la
diferencia que hay entre posesión y cocina literaria, y a su vez un buen
lector de cuentos distinguirá infaliblemente entre lo que viene de un
territorio indefinible y ominoso, y el producto de un mero métier. Quizá el
rasgo diferencial más penetrante -lo he señalado ya en otra parte- sea la
tensión interna de la trama narrativa.
De una manera que ninguna técnica
podría enseñar o proveer, el gran cuento breve condensa la obsesión de la
alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases
para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que
lo rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento
así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante,
al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento
reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación.
El
hombre que escribió ese cuento pasó por una experiencia todavía más
extenuante, porque de su capacidad de transvasar la obsesión dependía el
regreso a condiciones más tolerables; y la tensión del cuento nació de esa
eliminación fulgurante de ideas intermedias, de etapas preparatorias, de toda
la retórica literaria deliberada, puesto que había en juego una operación en
alguna medida fatal que no toleraba pérdida de tiempo; estaba allí, y sólo de
un manotazo podía arrancársela del cuello o de la cara. En todo caso así me
tocó escribir muchos de mis cuentos; incluso en algunos relativamente largos,
como "Las armas secretas", la angustia omnipresente a lo largo de
todo un día me obligó a trabajar empecinadamente hasta terminar el relato y
sólo entonces, sin cuidarme de releerlo, bajar a la calle y caminar por mí
mismo, sin ser ya Pierre, sin ser ya Michèle.
Esto permite sostener que cierta gama de cuentos
nace de un estado de trance, anormal para los cánones de la normalidad al
uso, y que el autor los escribe mientras está en lo que los franceses llaman
un “état second”. Que Poe haya logrado sus mejores relatos en ese estado
(paradójicamente reservaba la frialdad racional para la poesía, por lo menos
en la intención) lo prueba más acá de toda evidencia testimonial el efecto
traumático, contagioso y para algunos diabólico de "The Tell-tale
Heart" o de "Berenice". No faltará quien estime que exagero
esta noción de un estado ex-orbitado como el único terreno donde puede nacer
un gran cuento breve; haré notar que me refiero a relatos donde el tema mismo
contiene la “anormalidad”, como los citados de Poe, y que me baso en mi
propia experiencia toda vez que me vi obligado a escribir un cuento para
evitar algo mucho peor.
¿Cómo describir la atmósfera que antecede y envuelve
el acto de escribirlo?
Si Poe hubiera tenido ocasión de hablar de eso, estas
páginas no serían intentadas, pero él calló ese círculo de su infierno y se
limitó a convertirlo en "The Black Cat" o en "Ligeia". No
sé de otros testimonios que puedan ayudar a comprender el proceso
desencadenante y condicionante de un cuento breve digno de recuerdo; apelo
entonces a mi propia situación de cuentista y veo a un hombre relativamente
feliz y cotidiano, envuelto en las mismas pequeñeces y dentistas de todo
habitante de una gran ciudad, que lee el periódico y se enamora y va al
teatro y que de pronto, instantáneamente, en un viaje en el subte, en un
café, en un sueño, en la oficina mientras revisa una traducción sospechosa
acerca del analfabetismo en Tanzania, deja de ser él-y-su-circunstancia y sin
razón alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la crispación
que precede a las grandes jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar los
dientes y a respirar hondo, es un cuento, una masa informe sin palabras ni
caras ni principio ni fin pero ya un cuento, algo que solamente puede ser un
cuento y además en seguida, inmediatamente, Tanzania puede irse al demonio
porque este hombre meterá una hoja de papel en la máquina y empezará a
escribir aunque sus jefes y las Naciones Unidas en pleno le caigan por las
orejas, aunque su mujer lo llame porque se está enfriando la sopa, aunque
ocurran cosas tremendas en el mundo y haya que escuchar las informaciones
radiales o bañarse o telefonear a los amigos.
Me acuerdo de una cita curiosa,
creo que de Roger Fry; un niño precozmente dotado para el dibujo explicaba su
método de composición diciendo: First I think and then I draw a line round
my think (sic).
En el caso de estos cuentos sucede exactamente lo
contrario: la línea verbal que los dibujará arranca sin ningún “think”
previo, hay como un enorme coágulo, un bloque total que ya es el cuento, eso
es clarísimo aunque nada pueda parecer más oscuro, y precisamente ahí reside
esa especie de analogía onírica de signo inverso que hay en la composición de
tales cuentos, puesto que todos hemos soñado cosas meridianamente claras que,
una vez despiertos, eran un coágulo informe, una masa sin sentido. ¿Se sueña
despierto al escribir un cuento breve? Los límites del sueño y la vigilia, ya
se sabe: basta preguntarle al filósofo chino o a la mariposa. De todas
maneras si la analogía es evidente, la relación es de signo inverso por lo
menos en mi caso, puesto que arranco del bloque informe y escribo algo que
sólo entonces se convierte en un cuento coherente y válido per se. La
memoria, traumatizada sin duda por una experiencia vertiginosa, guarda en
detalle las sensaciones de esos momentos, y me permite racionalizarlos aquí
en la medida de lo posible.
Hay la masa que es el cuento (¿pero qué cuento?
No lo sé y lo sé, todo está visto por algo mío que no es mi conciencia pero
que vale más que ella en esa hora fuera del tiempo y la razón), hay la angustia
y la ansiedad y la maravilla, porque también las sensaciones y los
sentimientos se contradicen en esos momentos, escribir un cuento así es
simultáneamente terrible y maravilloso, hay una desesperación exaltante, una
exaltación desesperada; es ahora o nunca, y el temor de que pueda ser nunca
exacerba el ahora, lo vuelve máquina de escribir corriendo a todo teclado,
olvido de la circunstancia, abolición de lo circundante. Y entonces la masa
negra se aclara a medida que se avanza, increíblemente las cosas son de una
extrema facilidad como si el cuento ya estuviera escrito con una tinta
simpática y uno le pasara por encima el pincelito que lo despierta.
Escribir
un cuento así no da ningún trabajo, absolutamente ninguno; todo ha ocurrido
antes y ese antes, que aconteció en un plano donde “la sinfonía se agita en
la profundidad”, para decirlo con Rimbaud, es el que ha provocado la
obsesión, el coágulo abominable que había que arrancarse a tirones de
palabras. Y por eso, porque todo está decidido en una región que diurnamente
me es ajena, ni siquiera el remate del cuento presenta problemas, sé que
puedo escribir sin detenerme, viendo presentarse y sucederse los episodios, y
que el desenlace está tan incluido en el coágulo inicial como el punto de
partida. Me acuerdo de la mañana en que me cayó encima "Una flor
amarilla": el bloque amorfo era la noción del hombre que encuentra a un
niño que se le parece y tiene la deslumbradora intuición de que somos
inmortales. Escribí las primeras escenas sin la menor vacilación, pero no
sabía lo que iba a ocurrir, ignoraba el desenlace de la historia. Si en ese
momento alguien me hubiera interrumpido para decirme: “Al final el
protagonista va a envenenar a Luc”, me hubiera quedado estupefacto. Al final
el protagonista envenena a Luc, pero eso llegó como todo lo anterior, como
una madeja que se desovilla a medida que tiramos; la verdad es que en mis
cuentos no hay el menor mérito literario, el menor esfuerzo. Si algunos se
salvan del olvido es porque he sido capaz de recibir y transmitir sin
demasiadas pérdidas esas latencias de una psiquis profunda, y el resto es una
cierta veteranía para no falsear el misterio, conservarlo lo más cerca
posible de su fuente, con su temblor original, su balbuceo arquetípico.
Lo que precede habrá puesto en la pista al
lector: no hay diferencia genética entre este tipo de cuentos y la poesía
como la entendemos a partir de Baudelaire. Pero si el acto poético me parece
una suerte de magia de segundo grado, tentativa de posesión ontológica y no
ya física como en la magia propiamente dicha, el cuento no tiene intenciones
esenciales, no indaga ni transmite un conocimiento o un “mensaje”. El génesis
del cuento y del poema es sin embargo el mismo, nace de un repentino
extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen “normal” de la
conciencia; en un tiempo en que las etiquetas y los géneros ceden a una
estrepitosa bancarrota, no es inútil insistir en esta afinidad que muchos
encontrarán fantasiosa.
Mi experiencia me dice que, de alguna manera, un
cuento breve como los que he tratado de caracterizar no tiene una estructura
de prosa. Cada vez que me ha tocado revisar la traducción de uno de mis
relatos (o intentar la de otros autores, como alguna vez con Poe) he sentido
hasta qué punto la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores
que dan su carácter específico al poema y también al jazz: la tensión, el
ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de parámetros pre-vistos,
esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable. Los
cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo
lector que los merezca: son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos
cerrados, y respiran. Ellos respiran, no el narrador, a semejanza de los
poemas perdurables y a diferencia de toda prosa encaminada a transmitir la
respiración del narrador, a comunicarla a manera de un teléfono de palabras.
Y si se pregunta: Pero entonces, ¿no hay comunicación entre el poeta (el
cuentista) y el lector?, la respuesta es obvia: La comunicación se opera
desde el poema o el cuento, no por medio de ellos. Y esa comunicación no es
la que intenta el prosista, de teléfono a teléfono; el poeta y el narrador
urden criaturas autónomas, objetos de conducta imprevisible, y sus
consecuencias ocasionales en los lectores no se diferencian esencialmente de
las que tienen para el autor, primer sorprendido de su creación, lector
azorado de sí mismo.
Breve coda sobre los cuentos fantásticos. Primera
observación: lo fantástico como nostalgia. Toda suspensión of disbelief
obra como una tregua en el seco, implacable asedio que el determinismo hace
al hombre. En esa tregua, la nostalgia introduce una variante en la
afirmación de Ortega: hay hombres que en algún momento cesan de ser ellos y
su circunstancia, hay una hora en la que se anhela ser uno mismo y lo
inesperado, uno mismo y el momento en que la puerta que antes y después da al
zaguán se entorna lentamente para dejarnos ver el prado donde relincha el
unicornio.
Segunda observación: lo fantástico exige un
desarrollo temporal ordinario. Su irrupción altera instantáneamente el
presente, pero la puerta que da al zaguán ha sido y será la misma en el
pasado y el futuro. Sólo la alteración momentánea dentro de la regularidad
delata lo fantástico, pero es necesario que lo excepcional pase a ser también
la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se ha
insertado. Descubrir en una nube el perfil de Beethoven sería inquietante si
durara diez segundos antes de deshilacharse y volverse fragata o paloma; su
carácter fantástico sólo se afirmaría en caso de que el perfil de Beethoven
siguiera allí mientras el resto de la nubes se conduce con su desintencionado
desorden sempiterno.
En la mala literatura fantástica, los perfiles
sobrenaturales suelen introducirse como cuñas instantáneas y efímeras en la
sólida masa de lo consuetudinario; así, una señora que se ha ganado el odio
minucioso del lector, es meritoriamente estrangulada a último minuto gracias
a una mano fantasmal que entra por la chimenea y se va por la ventana sin
mayores rodeos, aparte de que en esos casos el autor se cree obligado a
proveer una “explicación” a base de antepasados vengativos o maleficios
malayos. Agrego que la peor literatura de este género es sin embargo la que
opta por el procedimiento inverso, es decir el desplazamiento de lo temporal
ordinario por una especie de “full-time” de lo fantástico, invadiendo la casi
totalidad del escenario con gran despliegue de cotillón sobrenatural, como en
el socorrido modelo de la casa encantada donde todo rezuma manifestaciones
insólitas, desde que el protagonista hace sonar el aldabón de las primeras
frases hasta la ventana de la bohardilla donde culmina espasmódicamente el
relato.
En los dos extremos (insuficiente instalación en la circunstancia
ordinaria, y rechazo casi total de esta última) se peca por impermeabilidad,
se trabaja con materias heterogéneas momentáneamente vinculadas pero en las
que no hay ósmosis, articulación convincente. El buen lector siente que nada
tienen que hacer allí esa mano estranguladora ni ese caballero que de
resultas de una apuesta se instala para pasar la noche en una tétrica morada.
Este tipo de cuentos que abruma las antologías del género recuerda la receta
de Edward Lear para fabricar un pastel cuyo glorioso nombre he olvidado: Se
toma un cerdo, se lo ata a una estaca y se le pega violentamente, mientras
por otra parte se prepara con diversos ingredientes una masa cuya cocción
sólo se interrumpe para seguir apaleando al cerdo. Si al cabo de tres días no
se ha logrado que la masa y el cerdo formen un todo homogéneo, puede
considerarse que el pastel es un fracaso, por lo cual se soltará al cerdo y
se tirará la masa a la basura. Que es precisamente lo que hacemos con los
cuentos donde no hay ósmosis, donde lo fantástico y lo habitual se yuxtaponen
sin que nazca el pastel que esperábamos saborear estremecidamente.
FIN
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