Pocas cosas existen tan cargadas de magia como
las palabras de un cuento. Ese cuento breve, lleno de sugerencias, dueño de
un extraño poder que arrebata y pone alas hacia mundos donde no existen ni el
suelo ni el cielo. Los cuentos representan uno de los aspectos más
inolvidables e intensos de la primera infancia. Todos los niños del mundo han
escuchado cuentos. Ese cuento que no debe escribirse y lleva de voz en voz
paisajes y figuras, movidos más por la imaginación del oyente que por la
palabra del narrador.
He llegado a creer que solamente existen media
docena de cuentos. Pero los cuentos son viajeros impenitentes. Las alas de
los cuentos van más allá y más rápido de lo que lógicamente pueda creerse.
Son los pueblos, las aldeas, los que reciben a los cuentos. Por la noche,
suavemente, y en invierno. Son como el viento que se filtra, gimiendo, por
las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los huesos, con un
estremecimiento sutil y hondo. Hay, incluso, ciertos cuentos que casi obligan
a abrigarse más, a arrebujarse junto al fuego, con las manos escondidas y los
ojos cerrados.
Los pueblos, digo, los reciben de noche. Desde
hace miles de años que llegan a través de las montañas, y duermen en las
casas, en los rincones del granero, en el fuego. De paso, como peregrinos.
Por eso son los viejos, desvelados y nostálgicos, quienes los cuentan.
Los cuentos son renegados, vagabundos, con algo
de la inconsciencia y crueldad infantil, con algo de su misterio. Hacen
llorar o reír, se olvidan de donde nacieron, se adaptan a los trajes y a las
costumbres de allí donde los reciben. Sí, realmente, no hay más de media
docena de cuentos. Pero ¡cuántos hijos van dejándose por el camino!
Mi abuela me contaba, cuando yo era pequeña, la
historia de la Niña de Nieve. Esta niña de nieve, en sus labios, quedaba
irremisiblemente emplazada en aquel paisaje de nuestras montañas, en una alta
sierra de la vieja Castilla. Los campesinos del cuento eran para mí una
pareja de labradores de tez oscura y áspera, de lacónicas palabras y mirada
perdida, como yo los había visto en nuestra tierra. Un día el campesino de
este cuento vio nevar. Yo veía entonces, con sus ojos, un invierno serrano,
con esqueletos negros de árboles cubiertos de humedad, con centelleo de
estrellas.
Veía largos caminos, montañas arriba, y aquel cielo gris, con sus
largas nubes, que tenían un relieve de piedras. El hombre del cuento, que vio
nevar, estaba muy triste porque no tenía hijos. Salió a la nieve, y, con
ella, hizo una niña. Su mujer le miraba desde la ventana. Mi abuela
explicaba: «No le salieron muy bien los pies. Entró en la casa y su mujer le
trajo una sartén. Así, los moldearon lo mejor que pudieron.»
La imagen no
puede ser más confusa. Sin embargo, para mí, en aquel tiempo, nada había más
natural. Yo veía perfectamente a la mujer, que traía una sartén negra como el
hollín. Sobre ella la nieve de la niña resaltaba blanca, viva. Y yo seguía
viendo, claramente, cómo el viejo campesino moldeaba los pequeños pies. «La
niña empezó entonces a hablar», continuaba mi abuela. Aquí se obraba el
milagro del cuento. Su magia inundaba el corazón con una lluvia dulce,
punzante. Y empezaba a temblar un mundo nuevo e inquieto. Era también tan
natural que la niña de nieve empezase a hablar...
...En labios de mi abuela, dentro
del cuento y del paisaje, no podía ser de otro modo. Mi abuela decía, luego,
que la niña de nieve creció hasta los siete años. Pero llegó la noche de San
Juan. En el cuento, la noche de San Juan tiene un olor, una temperatura y una
luz que no existen en la realidad. La noche de San Juan es una noche
exclusivamente para los cuentos. En el que ahora me ocupa también hubo
hogueras, como es de rigor.
Y mi abuela me decía: «Todos los niños saltaban
por encima del fuego, pero la niña de nieve tenía miedo. Al fin, tanto se
burlaron de ella, que se decidió. Y entonces, ¿sabes qué es lo que le pasó a
la niña de nieve?» Sí, yo lo imaginaba bien. La veía volverse blanda, hasta
derretirse. Desaparecería para siempre. «¿Y no apagaba el fuego?», preguntaba
yo, con un vago deseo. ¡Ah!, pero eso mi abuela no lo sabía. Sólo sabía que
los ancianos campesinos lloraron mucho la pérdida de su pequeña niña.
No hace mucho tiempo me enteré de que el cuento
de la Niña de Nieve, que mi abuela recogiera de labios de la suya, era en realidad
una antigua leyenda ucraniana. Pero ¡qué diferente, en labios de mi abuela, a
como la leí! La niña de nieve atravesó montañas y ríos, calzó altas botas de
fieltro, zuecos, fue descalza o con abarcas, vistió falda roja o blanca, fue
rubia o de cabello negro, se adornó con monedas de oro o botones de cobre, y
llegó a mí, siendo niña, con justillo negro y rodetes de trenza arrollados a
los lados de la cabeza.
La niña de nieve se iría luego, digo yo, como esos
pájaros que buscan eternamente, en los cuentos, los fabulosos países donde
brilla siempre el sol. Y allí, en vez de fundirse y desaparecer, seguirá viva
y helada, con otro vestido, otra lengua, convirtiéndose en agua todos los
días sobre ese fuego que, bien sea en un bosque, bien en un hogar cualquiera,
está encendiéndose todos los días para ella. El cuento de la niña de nieve,
como el cuento del hermano bueno y el hermano malo, como el del avaro y el
del tercer hijo tonto, como el de la madrastra y el hada buena, viajará todos
los días y a través de todas las tierras. Allí a la aldea donde no se conocía
el tren, el cuento caminando.
El cuento es astuto. Se filtra en el vino, en las
lenguas de las viejas, en las historias de los santos. Se vuelve melodía
torpe en la garganta de un caminante que bebe en la taberna y toca la
bandurria. Se esconde en los cruces de los caminos, en los cementerios, en la
oscuridad de los pajares. El cuento se va, pero deja sus huellas. Y aun las
arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras los carros, carretera
adelante.
El cuento llega y se marcha por la noche,
llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los niños. A escondidas,
pegándose al frío y a las cunetas, va huyendo. A veces pícaro, o inocente, o
cruel. O alegre, o triste. Siempre, robando una nostalgia, con su viejo
corazón de vagabundo.
FIN
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