Diez breves puntos sobre el
microrrelato
1 – Los microrrelatos, piezas de algún rompecabezas oculto, se bastan a sí
mismas. Ofician de instrumentos de reflexión que, como en la vieja cancioncita
infantil, abrirán las puertas para ir a jugar. Son herramientas de precisión, o
trampas, para cazar vivo al desconocido ángel o demonio – o mejor demonioángel-
que dormita en algún repliegue de nuestra in/conciencia. La muy literaria.
Son el reconocimiento de ese algo que palpita en un recóndito rincón de la
mente donde se ha ido formando un semillero de textos. O quizá lo que se ha ido
formando es el equivalente a una de esas fosas donde los jardineros echan los
restos de comida para fabricar abono: maloliente pudridero donde relegamos
ciertas puntuales ideas para que fermenten con el tiempo y se conviertan en
fertilizante. De tamaño nutriente nacen a veces, casi por generación
espontánea, estas diminutas perlas que a veces son de espanto. “Un cuentista
eficaz puede escribir relatos literariamente válidos, pero si alguna vez ha
pasado por la experiencia de librarse de un cuento como quien se quita de
encima una alimaña, sabrá de la diferencia que hay entre posesión y cocina
literaria”, escribió Cortázar, gran maestro, en un ensayo seminal titulado “Del
cuento corto y sus alrededores”.
2 – Microrrelato. Es éste un término que prefiero al de microcuento, porque
el cuento –por el cual tengo un respeto casi sagrado– se arma atendiendo leyes
secretas, múltiples y variables pero estrictas, que le confieren una identidad
insustituible. En cambio la palabra relato me parece más laxa y permisiva,
aunque podría tratarse de una connotación personal. Pero de eso está hecho el
lenguaje, de connotaciones e interpretaciones: he aquí su riqueza y también su
posibilidad de traición. Arma blanca, el lenguaje, nunca inocente como bien
señala Juan Goytisolo; razón por la cual quienes escribimos nos complacemos en
sacarle el mayor filo posible.
Un microrrelato es algo que se puede sostener en la palma de la mano y
tiene vida propia. Vida propia aunque sólo conste de tres líneas, porque
gracias a la sabia combinatoria de palabras y las múltiples sugerencias que
ésta despierta, en tres líneas pueden abrirse infinidad de mundos superpuestos.
Un cuento puede salvarnos la vida, o al menos hacernos cambiar de punto de
vista, cosa que puede llegar a ser una bendición porque sabemos que todo
depende del color del cristal, etc. Además, un cuento breve nos permite acceder
a una epifanía en los breves minutos de una espera, ya sea del autobús o del
verdugo.
Usando el microrrelato de vehículo podemos acercarnos fugazmente a aquello
que Paul Ricoeur (Del texto a la acción) llama “el enigma de la creatividad”, y
dar un paseo exploratorio por la escritura ficcional, entendiendo, según
insiste Ricoeur, que “ficción es fingere, y fingere es hacer. El mundo de la
ficción, en fase de suspenso, no es más que el mundo del texto, una proyección
del texto como mundo”.
3 – El microrrelato, grano de pimienta que morderemos con fruición y algo
de resquemor, parecería ser la forma más actual de la prosa y sin embargo se
puede decir que nació en los albores de la literatura, con los cuentos del
Decameron de Boccaccio o con Las Mil y una noches. Muchos han señalado que
cuando el ser humano logró por primera vez articular su lenguaje más allá de la
simple demanda o rechazo, estructuró las primeras microficciones y que la
modalidad tiene su origen en la narración oral.
Opino lo contrario, la verdadera y arcaica narración oral no exige la
síntesis. Todo lo contrario. Pensemos en esas largas noches de invierno de las
protocivilizaciones: al calor del fuego (habiendo Prometeo cumplido ya con su
generosa hazaña), resguardados, gracias al humo, de fieras y mosquitos, el
tiempo estaba a disposición del narrador o de la narradora. Todos tenían toda
la noche por delante, era necesario disipar el temor a las tinieblas con la voz
y no importaba si algunos se dormían, la narración debía continuar, abundando
en detalles, en descripciones que la hacían más vívida. Como en el tradicional
teatro Noh, de Japón, donde las morosas y repetitivas obras se suceden durante
casi 24 horas, intercaladas con ligeras viñetas del también tradicional teatro
Kôgen, escenificadas para recuperar la atención de espectadores que duermen,
comen, entran, salen y vaya una a saber qué más hacen.
Disipar las brumas del miedo a la amenaza externa y a lo desconocido ha
sido y es una de las funciones del narrar, ya sea de manera oral o escrita. La
narrativa extensa puede llegar a ser un poco hipnótica a veces, calmante, y nos
permite poner orden y una cierta medida de comprensión en la vida. En cambio el
texto súperbreve es un disparador, un estimulante a veces del mismo miedo, un
acicate para moverse a otro lado, a otro lado más allá de nuestros habituales
sistemas de explicarnos lo inexplicable. Como las mismas viñetas del teatro
Kôgen, sirven para sacudirnos la modorra y alertarnos de los peligros del andar
dormidos por la vida. El humor, la fantasía, la asociación inesperada, suelen
ser algunos de los disparadores o quizá despertadores de los que se vale el
microrrelato para configurar su entretejido de sorpresas y de desplazamientos.
Así, a mi modo de ver, esta forma de expresar el mundo con toda brevedad no
nació durante las noches de narrativa oral frente a la hoguera, sino en los
encuentros sorpresivos, quizá cuando la Cromañona, justo antes del mazazo en la
cabeza, argumentaba con el Cromañono para que, en lugar de llevarla a la cueva
arrastrada de los pelos, le tienda cordialmente la mano que así sí ella estaba
dispuesta a seguirlo. En pocas palabras hay que argumentar la cosa, él sólo
sabe golpear y arrastrar, sólo un flash de palabras puede cambiarle la
cosmogonía.
Quizá la Cromañona descubrió las ventajas de hacerlo reír. La risa es otra
forma de golpe que desarma al contrincante y le quita fuerzas para descargar su
golpe. Cosquillas del alma: muévanse si pueden. Pocas frases elementales caben
en el tiempo de levantar la pesada maza y descargarla sobre la cabeza que por
primera vez se ha puesto a hablarle. En ese espacio podemos conjeturar que nace
el microrrelato. Es el espacio que los japoneses llaman MA, concepto ma/ravilloso,
a mi entender, espacio-tiempo como puente que se crea y desaparece entre un
paso y otro, como entre el instante de tomar el arroz con los palitos y
llevárnoslo a la boca. Pescar ese instante, ponerlo en palabras sin congelar la
acción es lo que se espera en esta narrativa de cambio que hoy llamamos
microrrelato. Y que cuando cumple a fondo su cometido es como una cerrada nuez
de muy finas paredes cuya pulpa –el Secreto– podemos adivinar a trasluz.
4 – El microrrelato, tal como lo conocemos y como ha sido profusamente
estudiado últimamente, exige un rigor que sólo se consigue con la práctica. El
gran escritor norteamericano Irving Howe, en el prólogo a su ya clásica
antología Short Shorts, de l982, habla de una ficción “que no busca el
significado por medio de la extensión, que acepta los límites del
confinamiento” en la cual todo depende de la intensidad. Es un rayo de
inventiva, un destello en la oscuridad. “En los cortos cuentos cortos el
escritor/a no tiene una segunda oportunidad”, agrega Howe, “La red de pescar
ilusiones puede ser arrojada una sola vez”.
Porque el microrrelato parecería ser un organismo unicelular, vivo, que
logra a veces reproducirse por partenogénesis, transformándose y
enriqueciéndose en el camino del cambio hasta constituir un animal múltiple y
complejo. Las células pueden a veces ser microscópicas y a la vez brillantes,
como en el caso de Margo Glantz, que con textos ínfimos construyó Las mil y una
calorías, definida por ella como “novela dietética”.
Una forma de buscar la quintaesencia de los alquimistas adentrándose en el
minimalismo verbal. Relatos de 500 palabras o menos. Enrique Anderson Imbert
llamó “Casos” a los suyos, y Cortázar cuando exploró el género los llamó
“Textículos”.
5 – En el jugoso juego del microrrelato es imprescindible darle permiso
absoluto a la imaginación, cosa que no resulta fácil cuando estamos batallando
en busca de una estructura, cuando pretendemos ser “inteligentes” y
“analíticos”. Dicha dificultad no es parte de la necesidad de distanciamiento,
de lucidez o de clarividencia, sino, me temo, del tan mentado miedo a la
libertad.
Solemos tenerle miedo a nuestra imaginación cuando se desborda y amenaza
con conducirnos a zonas desconocidas y oscuras, recovecos prohibidos de la
mente capaces de arrojar luz sobre sectores ocultos y a veces inconfesables de
la propia psiquis.
“Lo buen si bre, dos veces bue” alegó alguna vez el humorista argentino
Landrú, exprimiendo la esencia de la célebre frase de Gracián y armando así un
micromicro. Porque microrrelato, minitexto o minicuento, flash fiction, como
quieran llamarlos, son para mí como pequeños mecanismos de hacer pensar, mínimo
engranaje que prueba su eficacia cuando logran poner en movimiento una enorme
maquinaria tácita. Tienen por primo hermano al haiku, ese mínimo poema japonés
tan apreciado por Octavio Paz, que en dos imágenes contrastadas y diecisiete
sílabas debe sugerir un universo. Algunos emparientan los microrrelatos con el
aforismo o con el epigrama, la breve fábula o hasta con el chiste, construcciones
todas éstas que en un mínimo de palabras ofrecen un máximo de significación.
Pero el chiste es otra historia, es un fuego fatuo que se agota a la primera
aparición. No así el buen microcuento.
6 – Por más breves que sean los textos, sumergirse en ellos no implica una
exploración de superficie, una espeleología de pestaña… Creo que se llama
pestaña a una saliente en la montaña (y en caso de estar escribiendo un
microrrelato tendría que pensar si esta rima me conviene o si es un ripio) (y
ripio es la palabra que corresponde, tratándose de una montaña). Ergo, la
primera y quizá única (a mi entender) regla del microrrelato, aparte de su
lógica y “antonomásica” brevedad, consiste en estar plena y absolutamente
alerta al lenguaje, percibir todo lo que las palabras dicen en sus muy variadas
acepciones y sobre todo lo que NO dicen, lo que ocultan o disfrazan. Es un
ejercicio constante, se esté o no escribiendo, que permite entre otras cosas
detectar las trampas que nos son tendidas a diario (¡y desde los diarios!) por
mediación de las palabras.
Pienso que las palabras son como los quark: ínfimas partículas de materia
tan pero tan pequeñas que carecen de tamaño, pero tienen –por imprescindible
convención–sabor y color, y se presentan intercambiablemente bajo aspectos
positivos o negativos. No olvidaremos que quark es un nombre que la microfísica
tomó prestado de la literatura, más específicamente de Joyce, quien la acuñó a
partir de quirk, es decir rareza, excentricidad, capricho.
Los tiempos están cambiando, las ciencias ya no son lo que eran antes,
tambalean nuestras certezas, hace ya varias décadas que los científicos hablan
de la necesaria “bruma poética” para acceder a los descubrimientos cada vez más
desconcertantes y más aparentemente emparentados con el arte.
Hay descubrimientos que certifican aquello que la literatura –es decir la
intuición– supo desde sus albores.
Pero seamos maniqueos. La intuición sola no se basta, la inteligencia a la
vez la utiliza y la apuntala. Y el microrrelato necesita imperiosamente de
ambas, y además, por ahora, necesita de los críticos que le confieren carta de
ciudadanía. Ellos son quienes podemos llamar sus entomólogos. Es tan pequeño el
microrrelato que parecería tener la vida y la sagacidad de un insecto. El cuento
en cambio podría ser equiparado a un ave que vuela lejos, y la novela a un
mamífero que se amamanta de la realidad circundante y que puede alcanzar,
dentro de su complejidad fisiológica, muy diversos tamaños y capacidades.
Ocurre que en este minimalista caso los entomólogos, es decir los críticos,
corren el riesgo de transformarse en perfectos viviseccionadores. Usan todo el
instrumental a mano, sobre todo el escalpelo, y se dedican minuciosamente a una
labor taxonómica. Establecen categorías, erigen parámetros como para limitar el
radio de acción de los creadores, quienes por suerte ignoran a los estudiosos y
siguen su arbitrario camino de producción.
7 – Hay honrosas excepciones, verdaderos expertos como es el caso del
mexicano Lauro Zavala, del argentino David Lagmanovich, de la española
Francisca Noguerol. Gracias a críticos de este calibre el microrrelato en
castellano es hoy estudiado en toda su acotada y vasta individualidad.
Lagmanovich los compara a teoremas cuando están bien logrados, y señala tres
de las modalidades principales o subtipos:
A. Los textos de reescritura y parodia.
B. Los discursos sustituidos. Juegos con el lenguaje en los cuales se llega
a la compresión por una vía que no es la del discurso habitual.
C. La escritura emblemática. “Con ello –aclara el crítico– me refiero a
ciertos textos brevísimos que proponen una visión trascendente de la existencia
humana. Quiero decir: una visión definitiva, un enfrentarse al sentido último
de la existencia o (…) de su destrucción. No la anécdota individual, ni el
gesto ornamental, ni la aventura lingüística, sino algo que va más allá y que,
en última instancia, se puede asociar con el orden más profundo de las
creencias”.
Como la poesía, los microrrelatos se basan en el poder de evocación,
valiéndose de elementos tales como la ambigüedad semántica y la
intertextualidad literaria o extraliteraria.
La crítica propone un análisis en apariencias exhaustivo de las
posibilidades de este género, verdadera microfibra en el telar de la
literatura. La crítica coloca al también llamado hipotexto bajo sus muy
particulares microscopios y ve las bacterias que nadan entre las palabras. Y
reconoce, por ejemplo, que las revelaciones y hallazgos que puede hacer quien
los lee se basan en lo textual, más allá del desarrollo psicológico de algún
personaje. El lenguaje es en este caso el verdadero protagonista, sobre todo
cuando quedan al descubierto sus posibles efectos paradójicos o su potencial
para develar verdades que el emisor pretendió disfrazar u ocultar.
8 – La ambigüedad semántica se presta a variedad de combinatorias, unas más
lúcidas que otras. Sin llegar a los límites que Eduardo Galeano resalta en
Lenguajes:
Cuando una palabra es dos
En lengua de los sumerios, “flecha” y “vida” se decían igual: ti. En el idioma
maya de Yucatán, “besar” se dice ts’uts. “Fumar”, también. En guaraní, che ha’u
significa “yo como” y también “yo hago el amor”; y ñe’ê significa “palabra” y
también “alma”. En quechua, suk es “uno” y a la vez es “otro”. En Mongolia,
muhai quiere decir “horrible” o “querido”. En ruso, “eclipse” también significa
“locura” y el signo chino de la palabra crisis expresa “peligro” y también
“oportunidad”.
En nuestro idioma son pocos los vocablos que se bifurcan hasta el punto de
abrirse a tamaña contradicción. Mi favorito es escatología, término que alude a
los excrementos o a los ángeles, según el caso. ¿Fue San Agustín quien, cuando
decidió entregarse a la vida mística después de haberla pasado bomba, condenó
al ser humano por eso de haber nacido “entre orina y heces”? Bueno, ahora
sabemos que la noción de escatología nos salva de la condena permitiéndonos
optar entre ser ángel o excremento. O ambas cosas alternativa y hasta
simultáneamente. Como en verdad somos.
9 – En cuanto a los juegos de palabras, que los ingleses llaman puns y los
franceses calembours, pueden convertirse en verdaderas bisagras para articular
esos microrrelatos en los cuales impera la ironía, la irreverencia, la
transgresión. Al escribirlos hacemos piruetas sobre la célebre barra cara a los
estructuralistas que separa al significante del significado. El significado se
desliza por debajo de la barra y quienes escribimos microrrelatos nos
deslizamos con él, patinamos, nos dejamos llevar, percibimos la emoción del
riesgo pero como eximios equilibristas nos cuidamos bien de no caer, no, de no
caer en el sinsentido, en la arbitrariedad, en lo indescifrable. Se trata
siempre de abrirse al entendimiento, de generar comprensión –separadito: de
generar, no degenerar– la posible comprensión de algo que, como el significado,
se desliza siempre un poco pero nunca tanto como para perderse de vista.
El surrealismo ya pasó por acá, ya abrió las compuertas e hizo lo suyo.
Ahora somos los amos de este Canal de Panamá que es el proceso de escritura y
las compuertas tenemos que manejarlas con sapiencia para permitir la libre
circulación de entendimiento, que suele ir más allá de nuestras magras ideas.
Los escritores y escritoras que se aventuran por las aguas del microrrelato
lo saben. Transitamos canales, en apariencia sólo escuetos charcos donde sin
embargo se corre el serio riesgo de perder pie y verse arrastrado por la
corriente.
Todorov dice de la novela que cada espécimen debe modificar la especie. Lo
mismo y con mayor razón puede decirse de esta forma superbreve que nos permite
una inmersión instantánea para bucear en lo desconocido. Pero hay que tirarse
de cabeza.
Para lograrlo resulta interesante colocarse en el estado receptivo del cual
hablan los indígenas de América cuando recomiendan ver el mundo dos veces.
Verlo con la mirada directa, diurna, para detectar hasta la más mínima hoja de
hierba, y simultáneamente verlo con la mirada difusa, lateral, nocturna, para
percibir los seres y fantasmas de las tinieblas.
10 – Puedo ahora confesar que mis primeras incursiones en el género, mucho
antes de saber que eso era o podía ser considerado un género, surgieron a raíz
del voluntario exilio. Por causa de dictadura militar estaba dispuesta a
alejarme de mi país por mucho tiempo, imposible saber cuánto, y no me podía
llevar el montonal de cuadernos en los cuales durante años había estado
garrapateando ideas, reflexiones, frases sueltas, sueños, entradas de un diario
personal e inacabable. Entonces empecé a copiar lo que me parecía interesante y
comprendí que muchos de los apuntes para algún futuro texto largo eran en sí ya
un texto, mínimo, coherente. Libro que no muerde, titulé la compilación cuando
por fin me propusieron publicarla. Esperaba que la ironía fuera evidente,
puesto que los libros sí, muerden, o al menos picotean el intelecto del lector,
tanto como para mantenerlo alerta. Hoy me asombra releer el primero de esta
colección de brevísimos textos que ahora sé se llaman microrrelatos:
Cuando se busca en el mayor secreto (dentro del mayor secreto, ahí mismo),
sin saber que se busca, olvidando a cada paso la búsqueda, buscando,
revolviendo, a la larga
¿qué se busca?
¿qué se busca?
Una pregunta, se ve, que me seguí planteando a lo largo de largos años, y
como es sabido que las preguntas generan más y más textos, en ese período se
fueron acumulando microficciones de muy distinta índole –algunas colándose con
todo disimulo dentro de las novelas– hasta culminar en un pequeño libro
titulado Brevs, así, sin exceso de vocales, y que lleva por subtítulo
Microrrelatos completos hasta hoy. Un hoy dúctil, que se hace ayer de la
escritura y mañana, con suerte, de la lectura. Jugarretas del tiempo, o de los
nombres del tiempo que se hacen distintos para cada circunstancia.
Valenzuela, Luisa
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