El adjetivo y sus arrugas.
Alejo Carpentier
Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando
se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al
llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado
mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo,
cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga
dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez
más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los
carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco
los sustantivos.
Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la
haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las
aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan
todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera.
Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus
manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales
destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una
idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que
expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina
casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién
andas...", " Tanto va el cántaro a la fuente...", " El
muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una
materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada
época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas
largas o cortas, sus chistes o leontinas.
El romanticismo, cuyos poetas amaban la
desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos
sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso,
ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los
simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos,
remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los
tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos,
samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos
en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve
y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo,
cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas
de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral.
Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación
de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de época". Los
surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera
prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante,
misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas
de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.
Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy
poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación.
Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo
captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería
del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos
resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos,
amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación.
Y la verdad es que todos los grandes estilos se
caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen
de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de
calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes
redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.
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