Para mí, la principal dificultad al escribir una
autobiografía es encontrar algo importante que contar. Mi existencia ha sido
reservada, poco agitada y nada sobresaliente; y en el mejor de los casos
sonaría tristemente monótona y aburrida sobre el papel.
Nací en Providence, R.I. -donde he vivido
siempre, excepto por dos pequeñas interrupciones- el 20 de agosto de 1890; de
vieja estirpe de Rhode Island por parte de mi madre, y de una línea paterna
de Devonshire domiciliada en el estado de Nueva York desde 1827.
Los intereses que me llevaron a la literatura
fantástica aparecieron muy temprano, pues hasta donde puedo recordar
claramente me encantaban las ideas e historias extrañas, y los escenarios y
objetos antiguos. Nada ha parecido fascinarme tanto como el pensamiento de
alguna curiosa interrupción de las prosaicas leyes de la Naturaleza, o alguna
intrusión monstruosa en nuestro mundo familiar por parte de cosas
desconocidas de los ilimitados abismos exteriores.
Cuando tenía tres años o menos escuchaba ávidamente
los típicos cuentos de hadas, y los cuentos de los hermanos Grimm están entre
las primeras cosas que leí, a la edad de cuatro años. A los cinco me
reclamaron Las mil y una noches, y pasé horas jugando a los árabes,
llamándome «Abdul Alhazred», lo que algún amable anciano me había sugerido
como típico nombre sarraceno. Fue muchos años más tarde, sin embargo, cuando
pensé en darle a Abdul un puesto en el siglo VIII ¡y atribuirle el temido e
inmencionable Necronomicon!
Pero para mí los libros y las leyendas no
detentaron el monopolio de la fantasía.
En las pintorescas calles y colinas
de mi ciudad nativa, donde los tragaluces de las puertas coloniales, los
pequeños ventanales y los graciosos campanarios georgianos todavía mantienen
vivo el encanto del siglo XVIII, sentía una magia entonces y ahora difícil de
explicar. Los atardeceres sobre los tejados extendidos por la ciudad, tal
como se ven desde ciertos miradores de la gran colina, me conmovían con un
patetismo especial.
Antes de darme cuenta, el siglo XVIII me había capturado
más completamente que al héroe de Berkeley Square; de manera que pasaba horas
en el ático abismado en los grandes libros desterrados de la biblioteca de
abajo y absorbiendo inconscientemente el estilo de Pope y del Dr. Johnson como
un modo de expresión natural. Esta absorción era doblemente fuerte debido a
mi frágil salud, que provocó que mi asistencia a la escuela fuera poco
frecuente e irregular. Uno de sus efectos fue hacerme sentir sutilmente fuera
de lugar en el período moderno, y pensar por lo tanto en el tiempo como algo
místico y portentoso donde todo tipo de maravillas inesperadas podrían ser
descubiertas.
También la naturaleza tocó intensamente mi
sentido de lo fantástico. Mi hogar no estaba lejos de lo que por entonces era
el límite del distrito residencial, de manera que estaba tan acostumbrado a
los prados ondulantes, a las paredes de piedra, a los olmos gigantes, a las
granjas abandonadas y a los espesos bosques de la Nueva Inglaterra rural como
al antiguo escenario urbano. Este paisaje melancólico y primitivo me parecía
que encerraba algún significado vasto pero desconocido, y ciertas hondonadas
selváticas y oscuras cerca del río Seekonk adquirieron una aureola de
irrealidad no sin mezcla de un vago horror. Aparecían en mis sueños,
especialmente en aquellas pesadillas que contenían las entidades negras,
aladas y gomosas que denominé «night-gaunts» [espectros nocturnos o «alimañas
descarnadas»].
Cuando tenía seis años conocí la mitología griega
y romana a través de varias publicaciones populares juveniles, y fui
profundamente influido por ella. Dejé de ser un árabe y me transformé en
romano, adquiriendo de paso una rara sensación de familiaridad y de
identificación con la antigua Roma sólo menos poderosa que la sensación
correspondiente hacia el siglo XVIII. En un sentido, las dos sensaciones
trabajaron juntas; pues cuando busqué los clásicos originales de los cuales
se tomaron los cuentos infantiles, los encontré en su mayoría en traducciones
de finales del siglo XVII y del XVIII. El estímulo imaginativo fue inmenso, y
durante una temporada creí realmente haber vislumbrado faunos y dríadas en
ciertas arboledas venerables. Solía construir altares y ofrecer sacrificios a
Pan, Diana, Apolo y Minerva.
En este período, las extrañas ilustraciones de
Gustave Doré -que conocí en ediciones de Dante, Milton y La balada del
antiguo marinero- me afectaron poderosamente. Por primera vez empecé a
intentar escribir: la primera pieza que puedo recordar fue un cuento sobre
una cueva horrible perpetrado a la edad de siete años y titulado «The Noble
Eavesdropper» [El noble fisgón]. Este no ha sobrevivido, aunque todavía poseo
dos hilarantes esfuerzos infantiles que datan del año siguiente: «The
Mysterious Ship» [La nave misteriosa] y «The Secret of the Grave [El secreto
de la tumba], cuyos títulos exhiben suficientemente la orientación de mi
gusto.
A la edad de casi ocho años adquirí un fuerte
interés por las ciencias, que surgió sin duda de las ilustraciones de aspecto
misterioso de «Instrumentos filosóficos y científicos» al final del Webster's
Unabrigded Dictionary. Primero vino la química, y pronto tuve un pequeño
laboratorio muy atractivo en el sótano de mi casa. A continuación vino la
geografía, con una extraña fascinación centrada en el continente antártico y
otros reinos inexplorados de remotas maravillas. Finalmente amaneció en mí la
astronomía; y el señuelo de otros mundos e inconcebibles abismos cósmicos
eclipsó todos mis otros intereses durante un largo período hasta después de
mi duodécimo cumpleaños.
Publicaba un pequeño periódico hectografiado
titulado The Rhode Island Journal of Astronomy, y finalmente -a los
dieciséis- irrumpí en la publicación real en la prensa local con temas de
astronomía, colaborando con artículos mensuales sobre fenómenos de actualidad
para un periódico local, y alimentando la prensa rural semanal con
misceláneas más expansivas.
Fue durante la secundaria -a la que pude asistir
con cierta regularidad- cuando produje por primera vez historias fantásticas
con algún grado de coherencia y seriedad. Eran en gran parte basura, y
destruí la mayoría a los dieciocho, pero una o dos probablemente alcanzaron
el nivel medio del «pulp». De todas ellas he conservado solamente «The Beast
in the Cave» [La bestia de la cueva] (1905) y «The Alchemist» [El alquimista]
(1908). En esta etapa la mayor parte de mis escritos, incesantes y
voluminosos, eran científicos y clásicos, ocupando el material fantástico un
lugar relativamente menor.
La ciencia había eliminado mi creencia en lo
sobrenatural, y la verdad por el momento me cautivaba más que los sueños. Soy
todavía materialista mecanicista en filosofía. En cuanto a la lectura:
mezclaba ciencia, historia, literatura general, literatura fantástica y
basura juvenil con la más completa falta de convencionalismo.
Paralelamente a todos estos intereses en la
lectura y la escritura, tuve una niñez muy agradable; los primeros años muy
animados con juguetes y con diversiones al aire libre, y el estirón después
de mi décimo cumpleaños dominado por persistentes pero forzosamente cortos
paseos en bicicleta que me familiarizaron con todas las etapas pintorescas y
excitadoras de la imaginación del paisaje rural y los pueblos de Nueva
Inglaterra. No era de ningún modo un ermitaño: más de una banda de la
muchachada local me contaba en sus filas.
Mi salud me impidió asistir a la universidad;
pero los estudios informales en mi hogar, y la influencia de un tío médico
notablemente erudito, me ayudaron a evitar algunos de los peores efectos de
esta carencia. En los años en que debería haber sido universitario viré de la
ciencia a la literatura, especializándome en los productos de aquel siglo
XVIII del cual tan extrañamente me sentía parte. La escritura fantástica
estaba entonces en suspenso, aunque leía todo lo espectral que podía
encontrar -incluyendo los frecuentes sueltos extraños en revistas baratas
tales como All-Story y The Black Cat-. Mis propios productos
fueron mayoritariamente versos y ensayos: uniformemente despreciables y
relegados ahora al olvido eterno.
En 1914 descubrí la United Amateur Press
Association y me uní a ella, una de las organizaciones epistolares de alcance
nacional de literatos noveles que publican trabajos por su cuenta y forman,
colectivamente, un mundo en miniatura de crítica y aliento mutuos y
provechosos. El beneficio recibido de esta afiliación apenas puede
sobrestimarse, pues el contacto con los variados miembros y críticos me ayudó
infinitamente a rebajar los peores arcaísmos y las pesadeces de mi estilo.
Este mundo del «periodismo aficionado» está ahora mejor representado por la
National Amateur Press Association, una sociedad que puedo recomendar fuerte
y conscientemente a cualquier principiante en la creación. Fue en las filas
del amateurismo organizado donde me aconsejaron por primera vez retomar la
escritura fantástica; paso que di en julio de 1917 con la producción de «La
tumba» y «Dagon» (ambos publicados después en Weird Tales) en rápida
sucesión-.
También por medio del amateurismo se establecieron los contactos
que llevaron a la primera publicación profesional de mi ficción: en 1922,
cuando Home Brew publicó un horroroso serial titulado «Herbert West -
Reanimator». El mismo círculo, además, me llevó a tratar con Clark Ashton
Smith, Frank Belknap Long, Wilfred B. Talman y otros después celebrados en el
campo de las historias extraordinarias.
Hacia 1919 el descubrimiento de Lord Dunsany -de
quien tomé la idea del panteón artificial y el fondo mítico representado por
«Cthulhu», «Yog-Sothoth», «Yuggoth», etc.- dio un enorme impulso a mi
escritura fantástica; y saqué material en mayor cantidad que nunca antes o
después. En aquella época no me formaba ninguna idea o esperanza de publicar
profesionalmente; pero el hallazgo de Weird Tales en 1923 abrió una
válvula de escape de considerable regularidad. Mis historias del período de
1920 reflejan mucho de mis dos modelos principales, Poe y Dunsany, y están en
general demasiado fuertemente inclinadas a la extravagancia y un colorismo
excesivo como para ser de un valor literario muy serio.
Mientras tanto mi salud había mejorado
radicalmente desde 1920, de manera que una existencia bastante estática
comenzó a diversificarse con modestos viajes, dando a mis intereses de
anticuario un ejercicio más libre. Mi principal placer fuera de la literatura
pasó a ser la búsqueda evocadora del pasado de antiguas impresiones
arquitectónicas y paisajísticas en las viejas ciudades coloniales y caminos
apartados de las regiones más largamente habitadas de Norteamérica, y
gradualmente me las he arreglado para cubrir un territorio considerable desde
la glamorosa Québec en el norte hasta el tropical Key West en el sur y el
colorido Natchez y Nueva Orleáns por el oeste. Entre mis ciudades favoritas,
aparte de Providence, están Québec; Portsmouth, New Hampshire; Salem y
Marblehead en Massachusetts; Newport en mi propio estado; Philadelphia;
Annapolis; Richmond con su abundancia de recuerdos de Poe; la Charleston del
siglo XVIII, St. Augustine del XVI y la soñolienta Natchez en su peñasco
vertiginoso y con su interior subtropical magnífico.
Las «Arkham» y
«Kingsport» que salen en algunos de mis cuentos son versiones más o menos
adaptadas de Salem y Marblehead. Mi Nueva Inglaterra nativa y su tradición
antigua y persistente se han hundido profundamente en mi imaginación y
aparecen frecuentemente en lo que escribo. Vivo actualmente en una casa de
130 años de antigüedad en la cresta de la antigua colina de Providence, con
una vista arrobadora de ramas y tejados venerables desde la ventana encima de
mi escritorio.
Ahora está claro para mí que cualquier mérito
literario real que posea está confinado a los cuentos oníricos, de sombras
extrañas, y «exterioridad» cósmica a pesar de un profundo interés en muchos
otros aspectos de la vida y de la práctica profesional de la revisión general
de prosa y verso. Por qué es así, no tengo la menor idea. No me hago
ilusiones con respecto al precario estatus de mis cuentos, y no espero llegar
a ser un competidor serio de mis autores fantásticos favoritos: Poe, Arthur
Machen, Dunsany, Algernon Blackwood, Walter de la Mare, y Montague Rhodes
James. La única cosa que puedo decir en favor de mi trabajo es su sinceridad.
Rechazo seguir las convenciones mecánicas de la literatura popular o llenar
mis cuentos con personajes y situaciones comunes, pero insisto en la
reproducción de impresiones y sentimientos verdaderos de la mejor manera que
pueda lograrlo. El resultado puede ser pobre, pero prefiero seguir aspirando
a una expresión literaria seria antes que aceptar los estándares artificiales
del romance barato.
He intentado mejorar y hacer más sutiles mis
cuentos con el paso de los años, pero no logré el progreso deseado. Algunos
de mis esfuerzos han sido mencionados en los anuarios de O'Brien y O. Henry,
y unos pocos tuvieron el honor de ser reimpresos en antologías; pero todas
las propuestas para publicar una colección han quedado en nada. Es posible
que uno o dos cuentos cortos puedan salir como separatas dentro de poco.
Nunca escribo si no puedo ser espontáneo: expresando un sentimiento ya
existente y que exige cristalización. Algunos de mis cuentos involucran
sueños reales que he experimentado. Mi ritmo y manera de escribir varían
bastante en diferentes casos, pero siempre trabajo mejor de noche. De mis
producciones, mis favoritos son «The Colour Out of Space» [El color que cayó
del cielo] y «The Music of Erich Zann» [La música de Erich Zann], en el orden
citado. Dudo si podría tener algún éxito en el tipo ordinario de ciencia
ficción.
Creo que la escritura fantástica ofrece un campo
de trabajo serio nada indigno de los mejores artistas literarios; aunque uno
muy limitado, ya que refleja solamente una pequeña sección de los
infinitamente complejos sentimientos humanos. La ficción espectral debe ser
realista y centrarse en la atmósfera; confinar su salida de la Naturaleza al
único canal sobrenatural elegido, y recordar que el escenario, el tono y los
fenómenos son más importantes para comunicar lo que hay que comunicar que los
personajes y la trama. La «gracia» de un cuento verdaderamente extraño es
simplemente alguna violación o superación de una ley cósmica fija, una
escapada imaginativa de la tediosa realidad; por lo tanto son los fenómenos
más que las personas los «héroes» lógicos. Los horrores, creo, deben ser
originales: el uso de mitos y leyendas comunes es una influencia
debilitadora. La ficción publicada actualmente en las revistas, con su
orientación incurable hacia los puntos de vista sentimentales convencionales,
estilo enérgico y alegre, y artificiales tramas de «acción», no puntúan alto.
El mejor cuento fantástico jamás escrito es probablemente «The Willows» [Los
sauces] de Algernon Blackwood.
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